¡Quería
hacer de aquella noche algo glorioso! Y no iba a cejar en mi empeño.
Después de acabados todos los trámites de mi condenado oficio, me ceñí
la casaca y me encasqueté el sombrero. La noche es una amante de la que
me es imposible cansarme. Y lo que es mejor todavía: nunca rechaza junto
a ella el resto de las compañias que pueblan mi querida Londres. Y no quería hacer esperar más a mi viejo amigo.
¡Cuánto
reíamos nada mas cruzar nuestras miradas! Supe en seguida que
rememorabamos individualmente y a la vez conjuntamente todo lo vivido.
Sin duda, no queríamos perder jamás nuestros recuerdos; sin ellos solo
somos ceniza en movimiento. McEller había dejado atrás su uniforme,
confirmando que deseaba pasar una noche con los mismos riesgos que
cualquier bebedor empedernido. Nos entregamos al mayor frenesí que jamás
viví, corriendo por los callejones, sintiendo que mi vida era tal, que
amenazaba en escapar junto con mis risas.
Las horas se hacían
interminables mientras, acompañados de una buena jarra de cerveza, me
contaba las grandes hazañas de la guerra. No dejé escapar aquellos
detalles que omitía explicar. La guerra es la guerra, y por muy enemigos
que sean, McEller nunca perderá su sentido de la humanidad. Aunque a
estas alturas, yo lo consideraría más bien gastado.
Volvíamos del
hogar, agotados por fin de demasiado alcohol y conversación a viva voz.
McEller se alzó de su silla tambaleante, tanteando en su chaqueta como
primer gesto. Me quedé mirándolo embobado hasta que rompí a reír de
forma estúpida. Entonces lo arrastré hacia las calles, medio contagiadas
mis carcajadas.
Caminábamos de forma enseñoreada y sátira,
intentando hacer huir el silencio que poblaba a dos horas escasas del
amanecer Por pura torpeza, me desvié hacia un callejón desolado de vida.
O al menos eso comprendí después. Callamos los dos, sin comprender
todavía por qué.
Aguzamos el oído, incoscientemente, al percibir
unos sonidos que no acertamos a indentificar ni a localizar. Me
arrepentí de mi torpeza. En un pequeño farol cuya luz se aproximaba la
muerte. Aquella lumbre nos dejó ver las extremidades inferiores de un
cuerpo, que se convulsaba de un modo increíble. Los estertores de aquel
cuerpo habían sido el foco de nuestros iniciales temores. Todo rastro de
embriaguez desapareció: la engulló el miedo.
McEller avanzó como
buen soldado, buscando socorrer al moribundo, pistola en mano. Aquello
era lo que buscaba a tientas en su chaqueta. Se colocó a su altura, para
seguirle un aullido atroz... O quizás fueran dos, ya que aquella voz
del demonio no podría proceder de mi amigo. Pero en seguida encontré a
su dueño. McEller apuntó a la vez que disparó, errando en su objetivo.
No
podría definir aquello de ser humano o animal. Era una bestia atroz. A
cuatro patas, esquivó al soldado que era mi amigo, se abalanzó sobre mí
para apartarme de su camino. Tacto frío, como un peso muerto. La caída
fue brutal, tanto que falló mi respiración durante muchos segundos.
Aquellos ojos sobre mí, sus desgarradores aullidos bestiales...
bastarían para alimentar las pesadillas durante toda mi vida. Como el
lobo sobre su presa, esa fue la escena. Después de recuperarme de
aquella semiincosciencia, palpé mi pecho, alla dónde ese ser postró sus
garras y querer mandarme al abismo de una sola vez. Un líquido cuyo
calor desapareció en un instante: la fuente de la vida, sangre.
No mía, si no de aquel infeliz que había sucumbido en aquel ataque. ¿Qué demonios era aquella criatura de pesadillas?
jueves, 24 de mayo de 2012
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Las peores pesadillas, los peores males, se encuentran dentro de uno mismo. No hay que temerlos, sino combatir contra ellos hasta darles fin.
ResponderEliminarEra...la Bestia. Temeraria, feroz, tan horripilante como la dibujó nuestro inconsciente y sabedora de nuestro más mínimos temores.
ResponderEliminarEso sí, esta batalla, la perdió.
Besos guapo y soñador Amigo mío.