Hice
un soberano esfuerzo para que mi mente, que parecía querer huir de mi
prisión como mortal, volviera a mí y permitirme sufrir o disfrutar los
placeres que sin duda me deparaba la noche. Sentía en mis manos una
botella aún por terminar y una jovenzuela adormecida por el abuso del
alcohol. No la culpaba, el ritmo desenfrenado de las calles de Londres
agotarían a cualquier individuo poco preparado para cualquier cosa en
este mundo.
Mis "compañeros", renovados en cada
nueva aventura nocturna, maltrataban sus voces intentando alcanzar en su
escándalo a los festejos más salvajes del mismísimo infierno. Sin
motivo aparente, reí con alegría y desafuero: en mi mente se fraguaba la
idea de como entrar en alguna de aquellas orgías de placer. En mi
rostro seguía aquella sonrisa estúpida. Tan enajenado me encontraba que
ni siquiera acerté a ver a mi amigo McEller.
- ¡Pequeño soldado! -
me lancé sobre él sin ningún sentido del equilibrio - ¡Por fin te has
dejado caer por Londres! ¡¡Un trago por mi amigo McEller!!
Vítores
que acompañaban al ardiente licor corriendo por mi garganta. El soldado
reía, también ebrio. Abrazados efusivamente, paseabamos como buenos
bebedores, berreando sin sentido grandes hazañas de guerras inventadas.
No
muy lejos de nosotros, el ring de boxeo empezaba a desbordarse. Con los
bolsillos vacíos, los que apostaban a ciegas aprovechaban para poner
pies en polvorosa.
- ¡La grande multitud quiere su dinero! ¡No seais tan ruines, por todos los demonios! - grité eufórico.
- ¡Creo que no sería mala idea seguir su ejemplo, viejo amigo! - McEller reía y a la vez recelaba.
Cierto era: aquella multitud pronto ardería en rabia.
Nos
retiramos justo en el momento de recoger mi sombrero, que casi muere
aplastado bajo un orondo beodo. Quiso la fortuna que no recibiera ningún
golpe que me impidiera mi huída.
Fuera de aquel bareto infernal,
los enfurecidos obreros cargaban y destruían todo aquello que
consideraran burgués. McEller rió y se dejó caer en la calle principal,
contra la pared. Mientras, me reajustaba la camisa y me preparaba para
correr de nuevo.
Todo aquello era la verdadera Gloria. Y un
servidor, nombrado Adam LeFroid, se inclina ante la noche como verdadero
adorador y un eterno seguidor de sus placeres.
miércoles, 23 de mayo de 2012
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