miércoles, 23 de mayo de 2012

¿Y mi sombrero?

Hice un soberano esfuerzo para que mi mente, que parecía querer huir de mi prisión como mortal, volviera a mí y permitirme sufrir o disfrutar los placeres que sin duda me deparaba la noche. Sentía en mis manos una botella aún por terminar y una jovenzuela adormecida por el abuso del alcohol. No la culpaba, el ritmo desenfrenado de las calles de Londres agotarían a cualquier individuo poco preparado para cualquier cosa en este mundo.

Mis "compañeros", renovados en cada nueva aventura nocturna, maltrataban sus voces intentando alcanzar en su escándalo a los festejos más salvajes del mismísimo infierno. Sin motivo aparente, reí con alegría y desafuero: en mi mente se fraguaba la idea de como entrar en alguna de aquellas orgías de placer. En mi rostro seguía aquella sonrisa estúpida. Tan enajenado me encontraba que ni siquiera acerté a ver a mi amigo McEller.

- ¡Pequeño soldado! - me lancé sobre él sin ningún sentido del equilibrio - ¡Por fin te has dejado caer por Londres! ¡¡Un trago por mi amigo McEller!!

Vítores que acompañaban al ardiente licor corriendo por mi garganta. El soldado reía, también ebrio. Abrazados efusivamente, paseabamos como buenos bebedores, berreando sin sentido grandes hazañas de guerras inventadas.

No muy lejos de nosotros, el ring de boxeo empezaba a desbordarse. Con los bolsillos vacíos, los que apostaban a ciegas aprovechaban para poner pies en polvorosa.

- ¡La grande multitud quiere su dinero! ¡No seais tan ruines, por todos los demonios! - grité eufórico.
- ¡Creo que no sería mala idea seguir su ejemplo, viejo amigo! - McEller reía y a la vez recelaba.
Cierto era: aquella multitud pronto ardería en rabia.

Nos retiramos justo en el momento de recoger mi sombrero, que casi muere aplastado bajo un orondo beodo. Quiso la fortuna que no recibiera ningún golpe que me impidiera mi huída.

Fuera de aquel bareto infernal, los enfurecidos obreros cargaban y destruían todo aquello que consideraran burgués. McEller rió y se dejó caer en la calle principal, contra la pared. Mientras, me reajustaba la camisa y me preparaba para correr de nuevo.

Todo aquello era la verdadera Gloria. Y un servidor, nombrado Adam LeFroid, se inclina ante la noche como verdadero adorador y un eterno seguidor de sus placeres.

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