jueves, 24 de mayo de 2012

La Bestia

¡Quería hacer de aquella noche algo glorioso! Y no iba a cejar en mi empeño. Después de acabados todos los trámites de mi condenado oficio, me ceñí la casaca y me encasqueté el sombrero. La noche es una amante de la que me es imposible cansarme. Y lo que es mejor todavía: nunca rechaza junto a ella el resto de las compañias que pueblan mi querida Londres. Y no quería hacer esperar más a mi viejo amigo.

¡Cuánto reíamos nada mas cruzar nuestras miradas! Supe en seguida que rememorabamos individualmente y a la vez conjuntamente todo lo vivido. Sin duda, no queríamos perder jamás nuestros recuerdos; sin ellos solo somos ceniza en movimiento. McEller había dejado atrás su uniforme, confirmando que deseaba pasar una noche con los mismos riesgos que cualquier bebedor empedernido. Nos entregamos al mayor frenesí que jamás viví, corriendo por los callejones, sintiendo que mi vida era tal, que amenazaba en escapar junto con mis risas.

Las horas se hacían interminables mientras, acompañados de una buena jarra de cerveza, me contaba las grandes hazañas de la guerra. No dejé escapar aquellos detalles que omitía explicar. La guerra es la guerra, y por muy enemigos que sean, McEller nunca perderá su sentido de la humanidad. Aunque a estas alturas, yo lo consideraría más bien gastado.

Volvíamos del hogar, agotados por fin de demasiado alcohol y conversación a viva voz. McEller se alzó de su silla tambaleante, tanteando en su chaqueta como primer gesto. Me quedé mirándolo embobado hasta que rompí a reír de forma estúpida. Entonces lo arrastré hacia las calles, medio contagiadas mis carcajadas.

Caminábamos de forma enseñoreada y sátira, intentando hacer huir el silencio que poblaba a dos horas escasas del amanecer Por pura torpeza, me desvié hacia un callejón desolado de vida. O al menos eso comprendí después. Callamos los dos, sin comprender todavía por qué.

Aguzamos el oído, incoscientemente, al percibir unos sonidos que no acertamos a indentificar ni a localizar. Me arrepentí de mi torpeza. En un pequeño farol cuya luz se aproximaba la muerte. Aquella lumbre nos dejó ver las extremidades inferiores de un cuerpo, que se convulsaba de un modo increíble. Los estertores de aquel cuerpo habían sido el foco de nuestros iniciales temores. Todo rastro de embriaguez desapareció: la engulló el miedo.

McEller avanzó como buen soldado, buscando socorrer al moribundo, pistola en mano. Aquello era lo que buscaba a tientas en su chaqueta. Se colocó a su altura, para seguirle un aullido atroz... O quizás fueran dos, ya que aquella voz del demonio no podría proceder de mi amigo. Pero en seguida encontré a su dueño. McEller apuntó a la vez que disparó, errando en su objetivo.

No podría definir aquello de ser humano o animal. Era una bestia atroz. A cuatro patas, esquivó al soldado que era mi amigo, se abalanzó sobre mí para apartarme de su camino. Tacto frío, como un peso muerto. La caída fue brutal, tanto que falló mi respiración durante muchos segundos. Aquellos ojos sobre mí, sus desgarradores aullidos bestiales... bastarían para alimentar las pesadillas durante toda mi vida. Como el lobo sobre su presa, esa fue la escena. Después de recuperarme de aquella semiincosciencia, palpé mi pecho, alla dónde ese ser postró sus garras y querer mandarme al abismo de una sola vez. Un líquido cuyo calor desapareció en un instante: la fuente de la vida, sangre.

No mía, si no de aquel infeliz que había sucumbido en aquel ataque. ¿Qué demonios era aquella criatura de pesadillas?

Grandes encuentros

"Maldigo a todas las falsas promesas de que no volvería a probarl el alcohol... ¿qué demonios ocurrió anoche?"

LeFroid amaneció al mundo de los mortales con una resaca atroz, intentado ocultarse de la insidiosa luz solar. Su estado era deplorable: la ropa a escaso tiempo de ajarse, su cabello parecía el de una fiera y su barba incipiente también. Todas las papeletas para aparentar ser un asiduo borracho y bribón. Pero LeFroid no era un simple bribón.

En su brusco despertar, había caído para sentarse en el suelo, en una pose totalmente indigna de un caballero. A medida que pasaban segundos que el ignoraba, una sonrisa estúpida afloraba en sus labios. Recorrió con la mirada sus aposentos, y notó la presencia de una carta en su escritorio, aún por abrir.


"Estimado amigo:
Te envío esta carta con especial urgencia para avisarte o quizá advertirte de mi llegada. Mis superiores, gracias a mis notables esfuerzos, han querido recompensarme con algunos días de descanso en nuestra querida ciudad. Ojalá no llegues a leer esta carta a tiempo, y así podré sorprenderte con mi presencia.
Si no te encuentro en tu casa, creo que ya sabré dónde encontrarte. Tenemos muchos temas de los que tratar, amigo mío.
Parto en seguida: la idea de poder volver a reunirme con mis amigos y familia me apremia como la vida misma. 

Esperando verte pronto,
Thomas McEller"

McEller... ahora recordaba. El había sido la luz de aquella noche. Tanta distancia y tanto tiempo entre ellos no era bueno, no era bueno en ninguna amistad. A su mente venían escenas que no concordaban ningunas con otras. Aunque no había mucha diferencia entre las noches del mes anterior a las del presente. Pero la llegada de McEller había cambiado todo.

Se prometió a sí mismo, tal vez en vano, mantenerse sobrio aquella noche para disfrutar de una compañia civilizada con su amigo el teniente. Pero ahora no podía perder más tiempo. Otros asuntos, carecientes de tanta importancia, le urgían. Y no podían esperar.

miércoles, 23 de mayo de 2012

La libertad

Todo permanecía en silencio. Tras una cacofonía que no creía acabar jamás, llega el silencio. Junto con un frío aterrador. Aun así, quieta y tranquila, seguía sonriendo. Había huido de casa, llegado a mi con la esperanza de encontrar un nuevo rayo de esperanza. Poder escapar al terror que vivía. Ahora ya no está, sin duda ha cumplido su deseo. Tal vez ella no tuviera el valor para realizarlo por si misma.

Cierro los ojos esperando a que llegue de nuevo la quietud. Mis dedos entumecidos, y llegaba hasta nosotros la brisa fría del amanecer. Ella ya no podía sentirlo. Pero yo podía percibir muchas cosas. Algunas personas que estaban alrededor, escondidas en sus madrigueras todavía temblaban ante una amenaza desconocida.

Y sí, también esa rabia. Alguien llegaba con el corazón en un puño, dispuesto a averiguar, a despedazar cada rastro de humanidad en su frágil cuerpo. Quería ver su cara de horror, impotencia y rabia. Casi al mismo tiempo. Sentí ganas de reír ante esa imagen, pero no me dejarían escapar.

Parecen sentirse bien al ejecutar a los que consideran culpables. Se rebajan al mismo nivel. Y no comprenderían mi propósito, mi causa. No soy un asesino, soy un liberador. El guía, el que allana el camino hacia un final inevitable.

Demasiado joven para morir, dirían. Pero ya no le quedaba nada por vivir, tan solo tormento. Y nadie habría sido capaz de igualarme en misericordia para con ella.

Susurro al vacío

¿Y mi sombrero?

Hice un soberano esfuerzo para que mi mente, que parecía querer huir de mi prisión como mortal, volviera a mí y permitirme sufrir o disfrutar los placeres que sin duda me deparaba la noche. Sentía en mis manos una botella aún por terminar y una jovenzuela adormecida por el abuso del alcohol. No la culpaba, el ritmo desenfrenado de las calles de Londres agotarían a cualquier individuo poco preparado para cualquier cosa en este mundo.

Mis "compañeros", renovados en cada nueva aventura nocturna, maltrataban sus voces intentando alcanzar en su escándalo a los festejos más salvajes del mismísimo infierno. Sin motivo aparente, reí con alegría y desafuero: en mi mente se fraguaba la idea de como entrar en alguna de aquellas orgías de placer. En mi rostro seguía aquella sonrisa estúpida. Tan enajenado me encontraba que ni siquiera acerté a ver a mi amigo McEller.

- ¡Pequeño soldado! - me lancé sobre él sin ningún sentido del equilibrio - ¡Por fin te has dejado caer por Londres! ¡¡Un trago por mi amigo McEller!!

Vítores que acompañaban al ardiente licor corriendo por mi garganta. El soldado reía, también ebrio. Abrazados efusivamente, paseabamos como buenos bebedores, berreando sin sentido grandes hazañas de guerras inventadas.

No muy lejos de nosotros, el ring de boxeo empezaba a desbordarse. Con los bolsillos vacíos, los que apostaban a ciegas aprovechaban para poner pies en polvorosa.

- ¡La grande multitud quiere su dinero! ¡No seais tan ruines, por todos los demonios! - grité eufórico.
- ¡Creo que no sería mala idea seguir su ejemplo, viejo amigo! - McEller reía y a la vez recelaba.
Cierto era: aquella multitud pronto ardería en rabia.

Nos retiramos justo en el momento de recoger mi sombrero, que casi muere aplastado bajo un orondo beodo. Quiso la fortuna que no recibiera ningún golpe que me impidiera mi huída.

Fuera de aquel bareto infernal, los enfurecidos obreros cargaban y destruían todo aquello que consideraran burgués. McEller rió y se dejó caer en la calle principal, contra la pared. Mientras, me reajustaba la camisa y me preparaba para correr de nuevo.

Todo aquello era la verdadera Gloria. Y un servidor, nombrado Adam LeFroid, se inclina ante la noche como verdadero adorador y un eterno seguidor de sus placeres.

domingo, 20 de mayo de 2012

¿El final del camino?

Fue como volver a nacer.

Tranquilidad.
Sombra.
Libertad.
Temor.

Esas sensaciones se unian en una secuencia interminable, en apenas tiempo, en mi corazon. Aparecía por fin una esperanza en mi intenrior de volver a tomar las riendas de lo que era mi vida. Demasiado caos en tan poco tiempo, era arrollador. Pero no me sentía capaz de volver. Algo había cambiado. El miedo había desaparecido, en cierta medida, y había surgido una necesidad

Necesitaba conocer, saber que había ocurrido. Por qué me había ocurrido a mí. ¿Me encontraría de nuevo aquel hombre, lleno de misterio? Él había supuesto un cambio radical. Tal vez hubiera aliviado mis problemas de una vez por todas, o quizás los hubiera alejado de momento.

Entre todos esos pensamientos me encontraba, contrariada, confusa. Todavía cansada por todo lo vivido. Estaba en ese pequeño tugurio, con esa música que taladra el cerebro. Y los gritos del propietario tienen el mismo efecto.

Me ha parecido ver entrar a esa muchacha, rubia. Creo que es extranjera, por el nombre, y siempre me ha dado curiosidad. ¿Por qué no darnos una oportunidad para conocer a alguien nuevo? Mi vida estaba rota. Tal vez, si se acercase. Una broma a tiempo, o quizás una sonrisa. Algo que diera un poco de luz