domingo, 30 de mayo de 2010

Música, maestro

Despertó de pronto, sobresaltado, volviendo a la realidad con la misma celeridad. Como una vieja computadora conectando todo el sistema. Contempló su viejo piso, desordenado hasta límites insospechados para el hombre. Todos aquellos papeles sin ninguna importancia para el ajeno a aquel mundo. Un mundo que se resumía en aquellas cuatro paredes. Allí dentro estaba la armonía, la belleza. Y era perfecto, perfectamente adictivo.

Todo aquello lo componía el vértigo del vacío. Sentirse vacío de todo, sin saber como empezar a llenar aquel todo. Sumergirse en una vorágine de incertidumbre e inspiración traída de los mismos cielos, hasta que una aplastaba a la otra. Y era aquella sensación de victoria de esos dos extremos lo adictivo. Era entonces el momento de abandonar o abandonarse al piano y a las partituras. Aquel mágico momento, eterno, era la sensación de su vida. Por ello vivía, nada más necesitaba. Sonrisas incoscientes y lágrimas suicidas se precipitaban en su rostro. Sin ningún control.

Hasta que llegaba la noche, para mirar las estrellas.

lunes, 24 de mayo de 2010

Reflejo de hielo

Nos habíamos escondido en alguna caverna perdida de la gigantesca montaña, intentando buscar algún resguardo del azote de nieve y viento. Pero ni siquiera servía. Al menos la oscuridad contrastaba en la blancura cegadora. Ahuyentabamos las maldiciones y quejas entonando viejos cantos de guerra, cargados de sentimiento y pesismismo. Pero las batallas del pasado solo nos traían eso, una increíble carga contra la esperanza, como las tropas enemigas sobre nuestras enflaquecidas defensas. Por fortuna, la Guerra había terminado hacía años, aunque todos lo recordábamos como si fuera ayer. No importaba la poca memoria que pudieses tener. A partir de la niñez, bien podías conservar la marca de la destrucción. Ahora podemos elegir nuestro destino, nuestra muerte.

Habíamos perseguido a aquella condenada e infernal bestia, malherida y vencida hasta el momento, y por eso nos hallábamos en la montaña. Para el bien de la aldea, unos pocos debían sacrificarse para evitar desastres mayores. Los recién llegados, tan solo unos meses atrás, nos acompañaban también. Intentaban amoldarse a la dura vida en las estepas, y los mayores no vieron mejor oportunidad para que aprendieran que esa misma. Por eso me encontraba allí, a mis pocos años.

Amanecía, y tocaba marchar. Nada más despertar recordé a los que habíamos perdido en la lucha en el río. Un muchacho y su madre, junto con uno de los recién llegados. Ahora que se los ha llevado el río, está prohibido pronunciar sus nombres. Seguimos adelante, olvidando y cantando al paso. No miramos atrás, el vértigo es nuestro peor enemigo.

Largos corredores de hielo, que hacen de espejos sobre nosotros. La mayoría evita mirarse, para no ver lo maltrecho de nuestras apariencias debido al viaje. Acampamos, asegurándonos a conciencia de que no haya cuchillos de hielo sobre nuestras cabezas. A nadie le gustaría despertar escuchando los gritos de su compañero, siendo atravesado por aquellos filos mortales. Fui el último aquella noche en tomar el lecho y descansar.

Mi curiosidad se despertaba intentando entreveer los corredores que se ocultaban bajo aquellas paredes de hielo. El iceberg en el que nos habíamos ocultado era gigantesca, pero hacíamos caso omiso para no ahuyentar al valor. Quizás me vencía ya el sueño, pero creí ver ante mi la figura de una mujer. Sorprendido, fue tan brusco mi movimiento que la perdí. Busque y tanteé, hasta que volví a tenerla frente a mi. Su cuerpo cubierto de pieles, como protección al frío, no mermaba su belleza. Alguien se despertó, y me llamó por mi nombre. Quise mostrarle el prodigio que descubrió, pero aquella hermosa imagen, dotada de vida propia, me instó al silencio. Obedecí, había sucumbido a ella, a aquella imagen que pronto desapareció pero no de mi memoria.

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Recuerdo ahora, en mitad de la nieve y la sangre, aquella imagen. Me da fuerzas, y no sabría decir por qué. Cerca de la cima, hemos alcanzado la guarida de la bestia. Oímos su furioso rugido, y resistimos la tentación de lanzarnos al vacío para huir de tan escabroso final. Sus garras hacen terrible eco contra las montañas, y ya vemos su cabeza. Un nuevo alarido con el que salta hacia nosotros. En picado. Lanzas en ristre, y nuestras viejas armas de fuego que poco pueden hacer. Pero aguantamos. El dragón pronto se cernirá como la sombra de la noche. Nos enfrentamos a la muerte, la propia o la del miedo. Pero bien pueden ser la misma muerte

viernes, 21 de mayo de 2010

Look at this photograph...

Pasar toda mi vida con una cámara en las manos había sido mi salvación. No hablo de físico, más bien mental. Aquel cristal sobre el que posaba mis ojos en el mundo era mi amortiguador ante unasrealidades demasiado cruentas.

Mamá insistía en que no fuera, no podía asimilarlo de ningún modo. Mis hermanas estaban lejos, demasiado ocupadas en su vida familiar o en sus estudios. Papá en seguida se apartó de la situación. No abrió la boca durante horas, ni siquiera para dar las buenas noches, costumbre a la que no faltaba jamás. Pero no cejaba en mi empeño. El marido de mi hermana mayor me abordó en cuanto se enteró de aquello: acudieron a casa con una celeridad no vista en meses. Todos intentaban retenerme en el hogar, demasiado asustados, pensé, para comprender que había llegado mi momento para lanzarme al vuelo de la vida.

No podía esperar. Todo eran nuevos horizontes, todo se convertía en un nuevo objetivo para la lente de mi gastada cámara de fotografía. Mi destino era directo, el motivo de la gran preocupación familiar. Al principio observaba a los soldados en sus quehaceres cotidianos. Actividades tranquilas, adiestramiento que podía dar un buen ejemplo de la disciplina militar. Pero pronto comenzaron los disparos. Las bombas. La sangre. Aquello me horrorizó de un modo totalmente peligroso: quedé inmóvil en mitad de fuego abierto. Gracias a un soldado salvé la vida. Corriendo para ponerse a resguardo, tuvo la genial idea, maravillosa para mí, de agarrarme y llevarme a zona segura. Todo lo segura que cabía dentro de aquella situación.

Sonreímos levemente, hasta que volvimos a recordar los disparos sobre nuestras cabezas. Corrimos para volver con la compañia, en posición más aventajada para la supervivencia común. No volví a encontrar al soldado que me salvó la vida, salvo dos días después. Estaba tendido, bocabajo, con los ojos abiertos y la mirada muerta. Bala perdida, dijeron después.
No sé de donde saqué el valor para fotografiar su cuerpo muerto. Tan solo su mano, que permanecía cerca de su rifle, en un eterno y vano intento de volver a sostenerlo con la firmeza de la vida. La firmeza con la que se aferraba a su vida. Después, volviendo a revisar las fotos, vomité ante aquella imagen. Había cometido algo sucio, manchando la imagen de aquel cuerpo, sin saber dónde acabaría. Pero era mi trabajo, y no podía fallar a mi fiera determinación. Aquella cámara era mi salvavidas hacia la locura.

jueves, 13 de mayo de 2010

Las Cuevas del Drac

Eramos valientes, eramos intrépidos. Habíamos sido pacientes, esperando la reapertura del gran tesoro de aquel lugar: las Cuevas del Drac. Nos adentramos como exploradores en la selva virgen, armados hasta los dientes de potentes cámaras que fueran capaces de memorizar lo que nuestras mentes no tendrían fresco a lo largo de los años.

Piedra resbaladiza, oscuridad alrededor. Nuestro pequeño grupo avanzaba intrépido, expulsando hacia las cuevas un sentimiento de expectación y asombro. Aquello prometía ser inolvidable. El guía, en cambio, parecía inquieto. Cuidaba mucho sus pasos y el nivel de su voz. A menudo oteaba por los grandes corredores que debíamos seguir a continuación. A medida que avanzábamos, esa inquietud sea hacía creciente y notable.

No cabía en mi asombro, y mis hijas tampoco. Aquella isla había sido el mayor paraíso conocido en sus cortas vidas. Las sonrisas y miradas eran agradecidas, y yo no podía pedir regalo mayor. Y por fin, nos aventuramos a conocer aquellas cavernas.

Habíamos descendido a la cámara más amplia en la que se permitía visita. Ni en los mayores castillos había podido contemplar semejantes dimensiones. Todos bocabiertos, todos con el valor mermado ante aquel poderío. Pero nada nos habría podido preparar para aquello.

Sentimos la vibración de la tierra, rítmico, furioso. Las colosales cámaras comunicadas nos dejaron a merced de la desgracia: el habitante de las cuevas había aparecido, deshecho en furia por ver su hogar asaltado. La naturaleza acaba reclamando su sitio. No eramos valientes, eramos necios. No eramos intrépidos, eramos cadáveres. El dragón se cernió sobre nosotros, incapaces ni siquiera de correr. Lo lamenté por mis hijas. Aquella aventura se había tornado en la final.

lunes, 3 de mayo de 2010

Aracoeli

Tenía en su poder una fuerza descomunal e inimaginable de controlar. Era realmente tarde en la noche, de aquellas en las que nada sirve el reloj. Tan solo la oscuridad impenetrable del cielo. Como teníamos costumbre hacer, nos sentabamos en las aceras, mientras una multitud de transeútes caminaban. Otros tantos iban a toda velocidad en sus bólidos de la muerte, intentando seguir el ritmo que les imponía la noche. Jamás lo conseguirían.

Aquel estilo totalmente informal con la que vivia su vida, era lo que realmente podría atraer a la multitud. Pero aquel mismo encanto era lo que la hacía intocable. Una mirada cansada, pero todavía viva. Ella no se rinde. Ni ante la multitud, ni ante nuestra pobre situación, ni ante los niñatos borrachos que nos gritan desde la distancia. Nuestra vida nos hace fuertes, nos hace hermanos.

Esta noche trae como compañía unos cuantos botellines de cerveza. Supongo que se alegra de verme, después de unas semanas desaparecido. Su mirada me considera durante unos instantes, tierna y a la vez distante, con un cariño lejano. Después coge un botellín y comienza nuestra pequeña celebración.

Y como siempre, ante mi pequeño apretón a modo de abrazo, es rechazado por un empujón. Cada vez son más leves... debe de estar acostumbrándose

sábado, 1 de mayo de 2010

Briggs

Escucho a los hombres maldecir cada cinco minutos, y para nada les culpo. Sienten el frío hasta en los huesos mientras esperamos en este rincón perdido en el mundo. Donde la nieve es como el sol y la luna en el cielo, porque parece que nunca cesa. Desde que nuestra expedición quedó en un punto muerto (debido a la muerte por congelación de nuestro capitan y algunos otros soldados), estabamos encallados en aquel lugar. Caminar era el único modo de continuar vivo. Hasta que encontramos la fortaleza.

Aquello bien se nos pareció un castillo de civilizaciones perdidas. Aquel asombro actuó como una maza que golpeara nuestras piernas, como si hubieramos recorrido doblemente el camino que nos llevó hasta allí. Acampamos, con gran imprudencia, refugiándonos en un pequeño paraje donde cobijaban los árboles. Rezaba a todos los dioses conocidos por volver a ver de nuevo la claridad del día.

Me despertaron gritos atenuados. Levanté la cabeza y encontré a mis compañeros siendo capturados por desconocía quién, pero su actitud no era para nada amistosa. Me alcé en un intentó de rescatarlos, aunque sabía que era inútil. Un fuerte golpe en el mentón acabo por convencerme del todo. Caí sobre la fría nieve, aturdido. Recuperando la buena visión, ante mí se encañonaba una pistola. Y su portador era más un gigante que un hombre, con una sonrisa mordaz que me paralizaba más que el arma.

- Estás realmente lejos de casa... soldado...