martes, 11 de diciembre de 2012

Misterios


Que los ángeles nos protejan de esta locura”

Ese fue mi primer pensamiento, del que me extrañé enseguida con rechazo. No es usual que recurra a las criaturas celestiales en ocasiones límites, pero bien parecía propio, pues la Bestia parecía traída de los mismos infiernos. Y así se calificó a la criatura en los días sucesivos. Por supuesto, el hecho no pasó desapercibido. Muchos avistamientos fueron comunicados a las autoridades y después llevados a los diarios de comunicación. Los eruditos y entendidos en animalia y estudios de las bestias lo denominaron como un lobo anormalmente grande y deforme. A la gran parte de la muchedumbre le satisfijo esta información, pero los más suspicaces no se dejaron guiar tan fácilmente.

Atendieron sabiamente a las macabras descripciones de la víctima, que había sido cruelmente torturada antes de caer en su descanso eterno. Tanto su cuello como la parte superior de su pecho había sido brutalmente maltratada, dejando correr la sangre de una manera pasmosa. Pero ahí entraba la segunda incógnita: su cuerpo y el lugar del ataque presentaban tan solo una cuarta parte de la sangre que habita generalmente en el cuerpo de un varón adulto.

Por supuesto, estos detalles no fueron recogidos por la prensa matutina o difundida por las autoridades encargadas en el caso. Todavía no son tan estúpidos como para dejar que corra el pánico de semejante manera. Una bestia de tal calibre, masacrando de tal manera a sus víctimas, propagaría la locura en todo Londres, cobrándose tan solo unos pocos días.

McEller me sacó de aquel entuerto, después de que la Bestia desapareciera en las sombras. Algunos vecinos de los alrededores alarmaron a las autoridades con sus aullidos histéricos, sin guardar un mínimo de civismo. Mi buen amigo se identificó como soldado de permiso en la capital, y me protegió como acompañante casual, salvándome de toda sospecha. Nos hicieron documentar todo aquello que pudieramos aportar ante un oficial, y nos despacharon a nuestros hogares. McEller y yo prometimos reunirnos al día siguiente para aclarar todo lo sucedido aquella noche, pues estaba borroso por la niebla de la incertidumbre y el temor.

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