domingo, 13 de marzo de 2011

Extraño hogar

A veces creo recordar que no siempre caminabamos solos. Tres compañeros, de los que no puedo decir que fueran completamente humanos, nos acompañaban a veces.
Nunca me dirigieron una mala palabra o mirada; tampoco un mal gesto. Me trataban como si fuera uno de ellos, como si llevaramos juntos en el camino toda una eternidad.
Me mostraron también pequeños trucos, prodigios a los ojos de cualquier niño. En aquellos tiempos de mis inicios ni siquiera me cuestionaba hacia donde querían dirigir mi destino y futuro.

Todavía no conocen mi nombre aquellos que tengan la casualidad de encontrar estos pergaminos que pronto estarán gastados por el tiempo y la inclemencia del tiempo en mis viajes. En las ruinosas calles que forman mi infancia me llamaban Ana, pero mis protectores siempre me llamaron Anita.

El papel y la pluma parecen tener un misterioso embrujo, siempre lo creí. A medida que escribo, empiezan a refrescarse mis recuerdos. Mis salvadores: Adrien y Fanderberg. Figuras que inspiraban temor irrevocable, me llevaron como discípula y chiquilla. Fanderber era corpulento y sorprendentemente alto. Su rostro, redondo y de un color enfermizo, jamás dejó escapar una sonrisa. Al menos ante mí.
Adrien, en cambio, era apuesto y atrevido. Tenía sus momentos de absoluta reflexión y quietud a altas horas de la noche, y su risa lobuna resonaba en toda la casa que ocuparamos.
Fanderberg aparecía pocas veces, y las menos, se acercaba hacia donde estaba tomando mis lecciones para ver mis progresos. Apenas me atrevía a mirarle, pues la primera vez que le miré a los ojos vi en ellos un vacío abisal. Ese mismo vacío que empezaba a desaparecer de mi vida, de todas las cosas que me rodeaban.

Una nueva conciencia empezaba a apoderarse de mi cuerpo y mi mente. Sentía en mis manos un gran poder presto a escapar.

1 comentario: